Europa 2015

Pretzel en mano comenzamos el viaje hacia Amsterdam tomando una importante decisión: la visita a Brujas la dejaríamos para un futuro viaje, dado que el cansancio ya empezaba a jugar un papel importante en el viaje, y además no era que no hubiéramos visto nada interesante hasta ahora.

Arribamos en Amsterdam Centraal e, instrucciones en mano sobre cómo llegar al departamento que alquilamos, nos dirigimos a la parada de colectivos. Al llegar vimos que había muchísima gente esperando, nosotros cargando nuestras mochilas por delante y detrás, y la epifanía no tardó mucho en venir: iba a ser imposible tomar el bondi, así que paramos un taxi y en menos tiempo en el que tardás en decir “llevanos a Frederik Hendrikplatsoen” estábamos tocando el timbre del nuevo departamento. Ahí la simpatiquísima Alice nos recibió con mucho entusiasmo y nos explicó todo acerca de la casa y ubicación. Nos despedimos de ella y como en esta época del año obscurece más tarde, salimos a recorrer algo de Amsterdam, como para ubicarnos y planificar un poco qué hacer en los días que venían.

Nuestro primer destino fue llegar a la Plaza del Dam, principal punto de encuentro de la ciudad. Ahí nos dirigimos rápidamente a un Febo, un maravilloso local donde venden snacks y, particularmente, el satékroket, una croqueta de carne mezclada con mantequilla de maní, servida caliente, que sabe a paraíso gastronómico, te llena de amor y te enaltece el alma. Bueno, puede que esté exagerando un poco, pero es muy rico y lo extrañé cada minuto que no estuve en Holanda.

Secadas mis lágrimas de emoción, satékroket en mi mano y kaassouflé en la de Lau, fuimos a recorrer tal vez el barrio más conocido de la ciudad: el Red Light District.

La ciudad es muy familiar y adorable para vivir y criar hijos, las bicis con los carritos para llevar a los nenes, los canales, los paseos… y de golpe, una puta en la ventana. No quiero sonar conservadora, pero no puedo evitarlo, aunque pensándolo bien, es más progre que otra cosa lo que me pasó. Me fue muy violento ver a una mina expuesta en una ventana, cual maniquí en una tienda de oferta, pero oferta sexual. Ok, entiendo que es tradicional, que tienen sus propios derechos y que el tema está organizado, pero no deja de ser una mujer en una absoluta condición de objeto.

De golpe, los coffees shops, las putas, los cabarulos, el museo de la prostitución, los sex shops, eran un paisaje muy diferente al que veníamos viendo. Me encantó el lugar, no se mal interprete, amé que haya liberación, entrar con total naturalidad con mi novio a un sex shop y que la gente estuviera divertidísima en la calle. Sólo que me fue muy ajeno a mi cotidianidad. Lo mejor de todo eso, era que la gente se divertía pero tranquila, era un uso tan inteligente de esa libertad que me sentí cómoda rápido. Excepto por las putas, la empatía me era más fuerte.

Paseamos un rato más, siempre metiéndonos en cual casa de souvenir nos cruzáramos. Estábamos cansados, hacía frío, el departamento que alquilamos era divino por lo que la decisión de pasar por el súper, comprar comida, cocinar y quedarnos adentro fue espontáneamente unánime. Compramos salmón ahumado (ya cocinado), una palta, unos tomates y cervezas. Hicimos que esa noche el departamento alquilado fuera un hogar, al menos un rato.

El viernes amanecimos descansados. Era un día frío de sol, era perfecto. Tomamos un café y salimos a pasear.

Caminamos por los diferentes canales, el paisaje de la ciudad es precioso, una casita más linda que otra. Si, son casitas, porque por más grande que sean en su interior, su fachada es angosta. Leandro me contó que es porque el precio en su construcción se basaba en su ancho, entonces las hacían largas y altas, pero angostitas. Confieso que esa forma de estructura provoca mucha simpatía.

Bicicletas por aquí, bicicletas por allá, llegamos a la estatua de Ana Frank que está a la vuelta del museo. Había mucha cola, pasaríamos después.

Fuimos a hacer unas compras encargadas a un local de HM y después a almorzar. El lugar no era el mejor, pero vimos una situación divertida. Como siempre, mesita en la vereda, vemos que pasa una especie de bicicleta/bar, es una tabla larga en donde de uno y otro lado de sus costados hay personas sentadas pedaleando y en la tabla van tomando gracias a la cerveza que brinda una chopera en uno de los extremos, sunacosadelocos. Ese aparatejo estaba comandado por un grupo de hombres, a uno de ellos se le cae el pasaporte a la calle, gente que esperaba para cruzar le empieza a gritar y los muchachos, muy en la suya, no escucharon. Aparece una chica en bici, agarra el pasaporte y va a toda marcha a alcanzarlos (convengamos que tampoco era difícil, un grupo de borrachos pedaleando no son exactamente un sinónimo de velocidad) y les lleva el pasaporte. ¿Se imaginan algo así por casa? Dejen, no es pregunta.

Pasamos por el departamento para dejar las compras y salimos de nuevo, decididos a ir al museo de Ana Frank. La decepción fue total cuando vimos una cola larguísima, nos acercamos a averiguar y, como claramente no éramos los únicos, escuchamos que recomendaban hacer la cola en ese momento, ya que sólo era de tres horas, y que suele llegar a ser de hasta 7 horas. Ok, nos dimos la vuelta y pensamos un plan B, no ir al museo no era una opción. Decidimos levantarnos muy temprano el domingo e intentar de esa manera hacer un poco menos de cola. Cuando lleguemos al domingo les contamos qué pasó, ahora no… *música de suspenso*

De ahí nos fuimos al mercado de flores. Son dos cuadras llenas de puestos en donde todos venden másomeno lo mismo. No era época, así que no había los famosos tulipanes, pero sí cientos de brotes que se venden para tu propio jardín o semillas para la huerta. Buscamos semillas de tulipán, no había. Averiguamos si podíamos llevar los brotes a Buenos Aires y no, no se podía. Ufa, a conformarse con el paseo.

Vagamos un poco más por la ciudad, esquivando bicicletas, turistas, bicicletas, tranvías y bicicletas, hasta llegar a una de las tantas placitas de Amsterdam, rodeadas de bares, así que nos detuvimos en uno a disfrutar de unas cervezas y unas bitterballen. Es muy gracioso ver a la gente en las mesas que están en la vereda: se encuentran todos mirando hacia un mismo lugar, todos con el sol de frente. Habiendo vivido en los Países Bajos, le contaba a Lau que siempre pasa lo mismo: un poco de sol y los neerlandeses copan las calles para poder robar aunque sea un rayo de sol.

Saciada nuestra sed, volvimos hacia el departamento con el mismo plan de la noche anterior, por lo que visitamos el supermercado y compramos algo de carne. Nos pusimos a actualizar este diario y a mirar fotos, y cuando se hizo la hora de comer cambiamos de plan y nos fuimos para un bar que estaba a unas cuadras, a tomar algo y acompañarlo de papas fritas y más bitterballen.

Una situación entre divertida y patética que presenciamos fue la llegada de un ñato en bici, que al querer parar se cayó al piso en cámara lenta y quedó enredado en el manubrio y no podía salir. Lo fueron a ayudar, y entendimos el porqué de su caída: ese chico tenía un muy bajo nivel de sangre en alcohol. En movimientos un tanto espásticos, se dirigió hasta la entrada del local de al lado, donde vendían comida turca, y como si fuera lo más normal del mundo dejó su bicicleta en el medio de la vereda. Ahí le perdimos un poco el rastro, hasta que al salir lo vemos que abre los ojos (bueno, lo más que podía) y se pone a buscar su bici. Se ve que alguien que la encontró en mitad del paso, la cambió de lugar, y como ya hemos contado, hay cientos de bicis en cada esquina de la ciudad. Mirada para aquí, mirada para allá, sacó su teléfono y con cara de «¿yo vine caminando o vine en bici?» lo vemos hablar con alguien, hasta que en un momento tomó la decisión de irse sin su bicicleta, pero sin ninguna preocupación al respecto tampoco. No sabemos en qué estado habrá llegado él o la comida, en especial porque la iba llevando de una sola tira de la bolsa.

Mientras terminábamos nuestras cervezas, una chica se acercó a nuestra mesa a pedirnos, en inglés, un cigarrillo, el cual gustosos le convidamos. Acto seguido se da vuelta y se pone a hablar en español con acento latinoamericano con su compañero, a lo cual le dije «me lo hubieras pedido en español y era más fácil», y de ahí tardamos nada en presentarnos todos y ponernos a hablar. No recordamos el nombre de ellos (dudo que lo hiciéramos al minuto de que nos lo dijeron), pero sí recordamos que eran colombianos, ella viviendo en Amsterdam por una pasantía, él en un pueblo de Alemania. Con cierta nostalgia y mucho sudaquismo, hablamos y nos reímos de la comparación de nuestros países con Holanda y Alemania, entre otros: la fórmula tragedia más distancia igual comedia, fue infalible. Como todo funciona y las preocupaciones son más nimias; el salir por la calle y no sentirse inseguro; el respeto al peatón por parte de los autos (recuerden que acá las bicicletas tienen prioridad, si no legal, de palabra al menos); la falta de inflación, etcétera; pero así también la falta de ese calor que tenemos en Sudamérica, lugar común pero no por eso menos cierto. El impasse de ellos en el bar fue una parada técnica, dado que habían estado fumando droga en algún coffee shop y no podían continuar pedaleando de esa manera. Terminamos nuestra cerveza y de ahí nos dirigimos de vuelta al departamento a descansar, que mañana temprano nos íbamos a visitar un lugar especial.

Leandro López

15 chapters

16 Apr 2020

Sexo, drogas y satékroket

May 15, 2015

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Amsterdam

Pretzel en mano comenzamos el viaje hacia Amsterdam tomando una importante decisión: la visita a Brujas la dejaríamos para un futuro viaje, dado que el cansancio ya empezaba a jugar un papel importante en el viaje, y además no era que no hubiéramos visto nada interesante hasta ahora.

Arribamos en Amsterdam Centraal e, instrucciones en mano sobre cómo llegar al departamento que alquilamos, nos dirigimos a la parada de colectivos. Al llegar vimos que había muchísima gente esperando, nosotros cargando nuestras mochilas por delante y detrás, y la epifanía no tardó mucho en venir: iba a ser imposible tomar el bondi, así que paramos un taxi y en menos tiempo en el que tardás en decir “llevanos a Frederik Hendrikplatsoen” estábamos tocando el timbre del nuevo departamento. Ahí la simpatiquísima Alice nos recibió con mucho entusiasmo y nos explicó todo acerca de la casa y ubicación. Nos despedimos de ella y como en esta época del año obscurece más tarde, salimos a recorrer algo de Amsterdam, como para ubicarnos y planificar un poco qué hacer en los días que venían.

Nuestro primer destino fue llegar a la Plaza del Dam, principal punto de encuentro de la ciudad. Ahí nos dirigimos rápidamente a un Febo, un maravilloso local donde venden snacks y, particularmente, el satékroket, una croqueta de carne mezclada con mantequilla de maní, servida caliente, que sabe a paraíso gastronómico, te llena de amor y te enaltece el alma. Bueno, puede que esté exagerando un poco, pero es muy rico y lo extrañé cada minuto que no estuve en Holanda.

Secadas mis lágrimas de emoción, satékroket en mi mano y kaassouflé en la de Lau, fuimos a recorrer tal vez el barrio más conocido de la ciudad: el Red Light District.

La ciudad es muy familiar y adorable para vivir y criar hijos, las bicis con los carritos para llevar a los nenes, los canales, los paseos… y de golpe, una puta en la ventana. No quiero sonar conservadora, pero no puedo evitarlo, aunque pensándolo bien, es más progre que otra cosa lo que me pasó. Me fue muy violento ver a una mina expuesta en una ventana, cual maniquí en una tienda de oferta, pero oferta sexual. Ok, entiendo que es tradicional, que tienen sus propios derechos y que el tema está organizado, pero no deja de ser una mujer en una absoluta condición de objeto.

De golpe, los coffees shops, las putas, los cabarulos, el museo de la prostitución, los sex shops, eran un paisaje muy diferente al que veníamos viendo. Me encantó el lugar, no se mal interprete, amé que haya liberación, entrar con total naturalidad con mi novio a un sex shop y que la gente estuviera divertidísima en la calle. Sólo que me fue muy ajeno a mi cotidianidad. Lo mejor de todo eso, era que la gente se divertía pero tranquila, era un uso tan inteligente de esa libertad que me sentí cómoda rápido. Excepto por las putas, la empatía me era más fuerte.

Paseamos un rato más, siempre metiéndonos en cual casa de souvenir nos cruzáramos. Estábamos cansados, hacía frío, el departamento que alquilamos era divino por lo que la decisión de pasar por el súper, comprar comida, cocinar y quedarnos adentro fue espontáneamente unánime. Compramos salmón ahumado (ya cocinado), una palta, unos tomates y cervezas. Hicimos que esa noche el departamento alquilado fuera un hogar, al menos un rato.

El viernes amanecimos descansados. Era un día frío de sol, era perfecto. Tomamos un café y salimos a pasear.

Caminamos por los diferentes canales, el paisaje de la ciudad es precioso, una casita más linda que otra. Si, son casitas, porque por más grande que sean en su interior, su fachada es angosta. Leandro me contó que es porque el precio en su construcción se basaba en su ancho, entonces las hacían largas y altas, pero angostitas. Confieso que esa forma de estructura provoca mucha simpatía.

Bicicletas por aquí, bicicletas por allá, llegamos a la estatua de Ana Frank que está a la vuelta del museo. Había mucha cola, pasaríamos después.

Fuimos a hacer unas compras encargadas a un local de HM y después a almorzar. El lugar no era el mejor, pero vimos una situación divertida. Como siempre, mesita en la vereda, vemos que pasa una especie de bicicleta/bar, es una tabla larga en donde de uno y otro lado de sus costados hay personas sentadas pedaleando y en la tabla van tomando gracias a la cerveza que brinda una chopera en uno de los extremos, sunacosadelocos. Ese aparatejo estaba comandado por un grupo de hombres, a uno de ellos se le cae el pasaporte a la calle, gente que esperaba para cruzar le empieza a gritar y los muchachos, muy en la suya, no escucharon. Aparece una chica en bici, agarra el pasaporte y va a toda marcha a alcanzarlos (convengamos que tampoco era difícil, un grupo de borrachos pedaleando no son exactamente un sinónimo de velocidad) y les lleva el pasaporte. ¿Se imaginan algo así por casa? Dejen, no es pregunta.

Pasamos por el departamento para dejar las compras y salimos de nuevo, decididos a ir al museo de Ana Frank. La decepción fue total cuando vimos una cola larguísima, nos acercamos a averiguar y, como claramente no éramos los únicos, escuchamos que recomendaban hacer la cola en ese momento, ya que sólo era de tres horas, y que suele llegar a ser de hasta 7 horas. Ok, nos dimos la vuelta y pensamos un plan B, no ir al museo no era una opción. Decidimos levantarnos muy temprano el domingo e intentar de esa manera hacer un poco menos de cola. Cuando lleguemos al domingo les contamos qué pasó, ahora no… *música de suspenso*

De ahí nos fuimos al mercado de flores. Son dos cuadras llenas de puestos en donde todos venden másomeno lo mismo. No era época, así que no había los famosos tulipanes, pero sí cientos de brotes que se venden para tu propio jardín o semillas para la huerta. Buscamos semillas de tulipán, no había. Averiguamos si podíamos llevar los brotes a Buenos Aires y no, no se podía. Ufa, a conformarse con el paseo.

Vagamos un poco más por la ciudad, esquivando bicicletas, turistas, bicicletas, tranvías y bicicletas, hasta llegar a una de las tantas placitas de Amsterdam, rodeadas de bares, así que nos detuvimos en uno a disfrutar de unas cervezas y unas bitterballen. Es muy gracioso ver a la gente en las mesas que están en la vereda: se encuentran todos mirando hacia un mismo lugar, todos con el sol de frente. Habiendo vivido en los Países Bajos, le contaba a Lau que siempre pasa lo mismo: un poco de sol y los neerlandeses copan las calles para poder robar aunque sea un rayo de sol.

Saciada nuestra sed, volvimos hacia el departamento con el mismo plan de la noche anterior, por lo que visitamos el supermercado y compramos algo de carne. Nos pusimos a actualizar este diario y a mirar fotos, y cuando se hizo la hora de comer cambiamos de plan y nos fuimos para un bar que estaba a unas cuadras, a tomar algo y acompañarlo de papas fritas y más bitterballen.

Una situación entre divertida y patética que presenciamos fue la llegada de un ñato en bici, que al querer parar se cayó al piso en cámara lenta y quedó enredado en el manubrio y no podía salir. Lo fueron a ayudar, y entendimos el porqué de su caída: ese chico tenía un muy bajo nivel de sangre en alcohol. En movimientos un tanto espásticos, se dirigió hasta la entrada del local de al lado, donde vendían comida turca, y como si fuera lo más normal del mundo dejó su bicicleta en el medio de la vereda. Ahí le perdimos un poco el rastro, hasta que al salir lo vemos que abre los ojos (bueno, lo más que podía) y se pone a buscar su bici. Se ve que alguien que la encontró en mitad del paso, la cambió de lugar, y como ya hemos contado, hay cientos de bicis en cada esquina de la ciudad. Mirada para aquí, mirada para allá, sacó su teléfono y con cara de «¿yo vine caminando o vine en bici?» lo vemos hablar con alguien, hasta que en un momento tomó la decisión de irse sin su bicicleta, pero sin ninguna preocupación al respecto tampoco. No sabemos en qué estado habrá llegado él o la comida, en especial porque la iba llevando de una sola tira de la bolsa.

Mientras terminábamos nuestras cervezas, una chica se acercó a nuestra mesa a pedirnos, en inglés, un cigarrillo, el cual gustosos le convidamos. Acto seguido se da vuelta y se pone a hablar en español con acento latinoamericano con su compañero, a lo cual le dije «me lo hubieras pedido en español y era más fácil», y de ahí tardamos nada en presentarnos todos y ponernos a hablar. No recordamos el nombre de ellos (dudo que lo hiciéramos al minuto de que nos lo dijeron), pero sí recordamos que eran colombianos, ella viviendo en Amsterdam por una pasantía, él en un pueblo de Alemania. Con cierta nostalgia y mucho sudaquismo, hablamos y nos reímos de la comparación de nuestros países con Holanda y Alemania, entre otros: la fórmula tragedia más distancia igual comedia, fue infalible. Como todo funciona y las preocupaciones son más nimias; el salir por la calle y no sentirse inseguro; el respeto al peatón por parte de los autos (recuerden que acá las bicicletas tienen prioridad, si no legal, de palabra al menos); la falta de inflación, etcétera; pero así también la falta de ese calor que tenemos en Sudamérica, lugar común pero no por eso menos cierto. El impasse de ellos en el bar fue una parada técnica, dado que habían estado fumando droga en algún coffee shop y no podían continuar pedaleando de esa manera. Terminamos nuestra cerveza y de ahí nos dirigimos de vuelta al departamento a descansar, que mañana temprano nos íbamos a visitar un lugar especial.

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